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Los males de la IASD (4º): Ausencia de autocrítica

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“Tú dices: Yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad. Pero no sabes que eres desventurado, miserable, pobre, ciego y estás desnudo” (Apocalipsis 3:17).

El ser humano es, per se, poco dado a reconocer sus errores y defectos. Quizá menos cuanto más graves son. Si le acusa un tercero o la propia conciencia, su reacción tiende a ser, cuando no “rebotarse” contra el acusador, transferir su responsabilidad a otro o imputársela a las circunstancias. Tal fue ya la reacción de Adán y Eva una vez que Dios les señaló su desobediencia (ver Génesis 3:11-13). Adán culpó a Eva (y al propio Dios: “la mujer que me diste…”) y ésta, a la serpiente.

Esta tendencia es muy peligrosa. Entraña rechazo a reconocer la culpa propia, con la consiguiente resistencia al arrepentimiento. Fue eso, aún más que su pecado inicial, lo que convirtió a Lucifer en Satanás. Cuando actuamos así, nuestro corazón se endurece y llega a ver el pecado como alguno natural e incluso “bueno”. Dejamos de escuchar la voz de Dios (1 Timoteo 4:2; Tito 1:15-16; Mateo 12:31-32). La consecuencia de todo ello, por sorprendente que a veces parezca, es una propensión a repetir nuestro pecado: primero, para autoconvencernos de que no es tal; luego, porque ya nos lo hemos creído. Así se explica, al menos en parte, la actitud del faraón de corazón endurecido que nos presenta el libro de Éxodo en los capítulos 6-14. O la de Judas, pese a haber recibido varias amonestaciones directas del Amor hecho hombre (Juan 12:4-8; Mateo 26:24-25; Lucas 22:48).

Además, por la falta de autocrítica, llegamos a tener una imagen errónea de nosotros mismos. De algo de eso habla el versículo de Apocalipsis que encabeza estas líneas. La persona llega a creerse mejor de lo que en realidad es. Se abre un abismo entre nuestra autoimagen y cómo somos de hecho. Siendo entonces muy difícil que tomemos decisiones que nos hagan mejorar. Hasta es posible que, de seguir por ese camino, sintamos que apenas lo necesitamos. Se pierde así la valiosa función de la autocrítica como motor del cambio saludable.

Plano institucional

Lo mismo ocurre en el plano institucional. Al fin y al cabo, las instituciones son básicamente personas. Sobre todo (¿por desgracia?), sus dirigentes. Éstos suelen albergar una especial preocupación por su imagen. En parte es lógico y hasta encomiable, por ser su posición visible y –en algún grado– representativa respecto a la colectividad que dirigen. El peligro está en acabar anteponiendo esa imagen pública a la rectitud de conducta.

Hay demasiados dirigentes, incluso en nuestra iglesia, a quienes la obsesión “estética”, el dar más importancia al parecer que al ser, los lleva por un camino degenerativo. Se convierten en algo así como “relaciones públicas”, incluso en políticos. Saben sonreír, mantener la calma, aparentar consagración…, pero no saben servir realmente a las personas a quienes deberían guiar y estimular. No saben amar. Incluso, alcanzado cierto punto, rechazan casi cualquier crítica como “destructiva”, acusando a quien la formula de “atacar a la iglesia”. Su ministerio público, como el de los políticos mundanos, deviene una constante actuación, cual si fueran actores consumados.

Por constructivas que sean, las críticas que les hacen serán siempre sospechosas –según ellos– de horadar la unidad y la paz eclesiales. Al reaccionar así, tales dirigentes se comportarán como los que juzgaron a Cristo (ver Juan 11:45-54). Recordemos en particular la escena en la que Jesús es llevado ante el sumo sacerdote Anás. Este, según se deduce del pasaje (Juan 18:13, 19-24), le echa en cara con preguntas su labor evangelizadora, como si se tratase de algo similar a un delito. El Maestro responde que siempre actuó de manera abierta —“En secreto no he dicho nada”— y le dirige una crítica implícita por sus insinuaciones (véase 18:20-21). Ante tal atrevimiento, el guardia presente al servicio de Anás le da una bofetada (versículo 22).

Y sabemos bien adónde condujeron finalmente a Jesús las críticas –duras pero constructivas– que dirigió a los poderosos (como las que podemos leer en Mateo 23 o en Lucas 19:45-48): nada menos que a la cruz.

Lamentablemente, en la IASD no es en absoluto insólito que un miembro que ame tanto a la iglesia como los dirigentes reciba una “bofetada” como pago por la osadía de criticar sus actos. Sobre todo, claro está, si se trata de un miembro vinculado salarialmente con la institución (amenazar la subsistencia económica del disidente es una de las principales bazas de cualquier poder). Pero también en otros casos, pues el camelo de que lo fundamental –por encima de la verdad y la justicia– es la paz y la unidad del cuerpo eclesial hace de gran parte de los miembros, seguramente la mayoría, cómplices involuntarios del despotismo aplicado sobre los críticos: los primeros se encargan, motu proprio, de desacreditar a los segundos.

Así llega a instalarse una dinámica perniciosa para todos: un velo falso, cada vez más opaco, acaba cubriéndolo todo. Los medios de comunicación institucionales se transforman en meros órganos propagandísticos en los que todo lo “negativo” (aparte de las consabidas autocríticas genéricas, que de puro tales no suelen servir de mucho) queda tácitamente censurado, y si es preciso, también de manera expresa. En no pocos lugares en los que se halla establecida nuestra iglesia, la Revista Adventista es más bien una suerte de crónicas laodicenses (dicho sea sin pretender, en modo alguno, descalificar todo lo que en aquéllas se publica).

¿Cuándo fue la última vez que escuchaste a un dirigente reconocer sus culpas, en especial públicamente, y rectificar en consecuencia? Es probable que tengas que andar hurgando en tu memoria y ni aun así… Algunos, dirigentes y no dirigentes, creen que la autocrítica pública daña a la iglesia. Es como si considerasen nocivo para la comunidad lo que podríamos llamar el “arrepentimiento institucional”. No se dan cuenta de que la ejemplaridad de un proceder así en un dirigente, lejos de hacer daño a la iglesia, la engrandece (¿no han quedado, acaso, registrados en la Escritura los pecados de muchos líderes, así como el arrepentimiento de algunos de ellos? Ver por ejemplo 2 Samuel 11-12 junto con Salmos 51:1-5, o Gálatas 2:11-14 junto con 2 Pedro 3:15).

Pero a todo esto nos lleva la falta de humildad y la fuente de la misma: la carencia de fe real y genuina. ¡Unos peligros que a todos nos acechan!



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